Битеф

creto, el torero encara, en última instancia, su propia muerte, su muerte futura, y responde a esa batalla perdida con la ceremonia de la corrida. Acaso no es esto teatro? Otro teatro, desde luego. Pero que necesita también de un ritmo, de una condensación, de una justeza, que es precisamente lo que Salvador Távora llevó a sus espectáculos. Poner las cosas en su sitio, saber rematar la acción dramática, recrearse, estirar el espectáculo, o cortarlo en seco, crear segundos en los que se resume la totalidad de la tragedia. Y escribo tragedia porque el gran protagonista de las corridas es el destino, la fijación ritual de la muerte. En teoría, hasta se podría pensar que la lidia de un toro es la confrontación del animal y del torero con un destino todavía indescifrado, pero que contiene la ineludible muerte de uno de los dos protagonistas. Hace algunos anos, cuando era obligada la asistencia al Teatro de las Naciones - obligada por la calidad de lo que allí se hacía, y, también, por la mediocridad de nuest-

ro censurado y pueblerino teatro español de la Dictadura -, conocí a muchas personas, empezando por el propio Claude Plansón, el director de la manifestación (que no tiene nada que ver con Roger Planchón, el director de escena de Lyon), para quienes la corrida de toros era una forma teatral. Recuerdo incluso, que una vez acompañé a Plansón a ver a Munoz Fontan, Director General de Teatro de la época, tristemente famoso en todo el mundo por la historia de Viridiana, y que el probo funcionario oscuchó con sorpresa y alegría cómo el francés repetía que en España teníamos a los mejores actores de Europa, alegría que se volvió desconcierto y suspicacia cuando Plansón comenzó a dar los nombres de los grandes toreros del momento. Supongo que por parte del francés - a quien la Dirección General quería, insensatamente, colocarle una zarzuela, entre el Berliner Ensemble y la Royal Shakespeare había su cuota de ironía, pero también había otra parte de verdad. Y de mis andanzas con la Antología dramática del Flamenco por Inglaterra, se me ha quedado

aquella tarde en la que varios aristócratas ingleses, en el bello salón de un club taurino de Londres, solicitaron del cantaor Chano Lobato que les dejara interpretar el papel de toro y poco menos que les clavara el estoque, junto a la más sofisticada cristalera. No hubo sangre, pero sí teatro, y el Chano se despachó dejando a los seis lores, seis, por los suelos. Es obvio, en fin, que la corrida de toros tiene muchos modos de ser encarada y que entre ellos está el de verla como una medida, ajustada y nunca idéntica, ceremonia teatral. Da ahí ha salido - porque la creación nace de lo que se vive, rara vez de lo que se lee-la sensibilidad teatral de Salvador Távora. De ahí sale lo mejor y más deslumbrante de esta Piel de Toro, donde las imágenes, los colores, los ritmos, las resonancias oscuras de la corrida, son siempre superiores a la invención literaria, a la historia alegórica de España que Távora nos cuenta. Parte, además, Távora, de la idea, brillantísima, de la reteatraliza-

ción. Si las corridas de toros conllevan una dramatización, la simple construcción de una plaza en el interior de un teatro, conservando los elementos sonoros y visuales que básicamente la definen, supone la más nueva y deslumbrante expresión del teatro en el teatro, ensanchadno nuestra condición de espectadores, dotándola de significaciones ambiguas y distintas a las que se establecen tradicionalmente entre el público y los actores que cuentan o interpretan una historia. A Távora le gusta repetir que el triunfo del torero de a pie, frente al antiguo caballero que alanceaba a los toros, supone la victoria de la clase popular, la conquista del protagonismo por los originarios matarifes que los caballeros contrataban en los mataderos sin más papel que el de dar fin a las bestias alanceadas. Desde esta perspectiva, la corrida de toros 'entrañaría la afirmación de un sentido estético desarrollado por quienes, durante mucho tiempo, fueron simples matatoros o artesanos de la fiesta. Piel de toro enlazaría, en este sentido, con todo el teatro anterior de la Cuadra, que

ha partido del principio de hacer arte, como diría Salvador, apoyándose en las habilidades laborales del proletariado. Si la burguesía o la aristocracia han hecho arte con su mundo, justo y coherente es que también lo haya hecho el pueblo con el suyo, que es distinto. Lo que, en fefinitiva, nos lleva a la conclusión de que Piel de Toro no aspira a alimentarse de referencias estéticas - cuando intenta hacerlo es cuando menos convence -, sino de la relación vital y cotidiana de los toreros con la corrida, o, si se quiere, de la capacidad que tuvo el peonaje de los mataderos para convertir en arte lo que sólo era un oficio. Centrándonos en el contenido de Piel de toro la idea de Salvador Távora no puede ser más ambiciosa, porque en la corrida, en esa corrida que llena el tiempo del espectáculo, se despacha una imagen de la historia de España. Desde el primer toro, que nos invita ya a identificarnos con él, a ver la corrida desde su terror y de su muerte, al último, encarnado por un adolescente, una epseranza de

que las cosas no vuelvan a ser como siempre. El Jefe, el de los melifluos Espanoooleees!, hace su discurso seráfico, llena las alturas gracias a una de esas máquinas que sólo Távora, al menos en Espana, se ha atrevido a meter regularmente en los-teatros, se muere, lo tapan con una bandera y alcanza los honores de un arrastre solemne. Antes, los toros, los muñecos, han ido cayendo sobre el albero, sin que a nadie le sorprenda que un toro, banderilleado, recuerde, con buen cante, la tragedia social andaluza: la alegoría toro-pueblo, albero-mundo, se afirma a través del sentimiento de la eterna muerte del toro, víctima y personaje con quien el espectáculo nos incita a identificarnos, emocional e ideológicamente, en tanto que castigado y habitual perdedor, disciplinada su bravura por el engano. Sólo Rafael Alberti, en La Gallarda, se había permitido hacer teatro con estas cosas, convertir un toro en una constelación celeste. Pero, naturalmente, nadie ha puesto La Gallarda en un escenario, Pero volvamos a Piel de toro, a esta historia de España en varios

toros estoqueados, alguna que otra interpretación surrealista y una esperanza. El primer golpe lo da la plaza, perfecta en su arena dorada, el círculo de madera, los soles artificiales y el presentido pasodoble. Todo metido - en las primeras funciones - dentro de la vieja iglesia de San Hermenegildo, de Sevilla. De ahí, ya el compás, la ritualidad de la llamada fiesta nacional. Y, pronto, un extraño barroquismo de imágenes, con ángeles - quién no ha oído hablar del estoquede los arcángeles? - y diablos, con referencias goyescas y un extraño sabor de corrida nocturna, amenizada por pasodobles de profunda tristeza, con instrumentos que, tocando como siempre, hablan de cosas distintas a las de siempre. Aquí nos sale al paso otra de las viejas obsesiones de Salvador Távora; restituir la música popular, como hacía con el cante en su Quejío, a las situaciones reales de donde emergió. Quitarle el polvo a las mercaderías. Exactamente igual a como quiere hacer con es-

tos pasodoblës, que tiritan y se espantan de andar poniendo solfa y alegría a la muerte de los toros. La feria ha empezado en Sevilla pero hay Piel de toro para rato. Y es seguro que llegará a muchos países de oscura justicia donde está rigurosamente prohibida la lidia y muerte de los toros. □ José Nonleón, Primeracto,

Das gute zwingt das Böse nieder Die beiden Alguaciles öffnen das Rund, und herein stürzt der Stier: eine armselige Bestie in Gestalt einer Frau. Ein Ritual hebt an, aus dem se kein Entkommen gibt. Eine merkwürdige erotische Spannung entsteht zwischen Torero und Stier-Frau, die, gereizt von der capa, einen überaus virtuosen Tanz vollführt. Der Stierkampf als Symbol menschlichen

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